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Cristiano nuevo

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Cristiano nuevo

Cristiano nuevo es la denominación que han recibido históricamente en España las personas convertidas al cristianismo que antes habían practicado otra religión (judaísmo o islam, en la inmensa mayoría de los casos), o sus descendientes incluso varias generaciones después de producirse la conversión original. También se utiliza muy habitualmente el término converso.

El concepto se opone al de cristiano viejo, lo que más que entenderse como tener ascendencia cristiana «por los cuatro costados» desde tiempo inmemorial (fuera esto real o imaginario) en la práctica solía reducirse a remontarse a los padres y los cuatro abuelos.

La denominación de cristianos nuevos se aplicaba sobre todo a las familias que habían sido obligadas a adoptar la fe cristiana, fundamentalmente los judíos desde las pogromos de 1391. La existencia de esta categoría indica la poca confianza que tenían las autoridades religiosas en la efectividad de sus conversiones forzadas, pues los cristianos nuevos estaban siempre bajo sospecha de practicar su antigua religión en secreto (criptojudaísmo), lo cual solía ser cierto en quienes habían sido obligados a la conversión, pero no necesariamente en sus descendientes.

La «pureza de sangre» o «sangre sin mezcla» que se atribuía a los llamados cristianos viejos era, por otro lado, también una idea sin mucho fundamento. Si exceptuamos a las poblaciones más norteñas, es improbable que existan muchos habitantes de la Península Ibérica que no tengan algún antepasado musulmán o judío, dado que a pesar de los exilios y las repoblaciones que acarreó la Reconquista, los habitantes de Al-Andalus, sobre todo los musulmanes, en buena medida simplemente se acabaron convirtiendo y adaptando a la sociedad de los conquistadores cristianos, del mismo modo que sus antepasados cristianos se habían convertido al Islam tras la conquista árabe. La diferencia entre cristianos viejos y cristianos nuevos, por tanto, reside en que éstos son fruto de las últimas conversiones, realizadas de manera forzada ante un proyecto de uniformidad religiosa iniciado por los Reyes Católicos.

La conversión forzada era un requisito necesario para que la Inquisición española (establecida explícitamente para ellos en 1478) pudiera actuar contra los cristianos nuevos, ya que el Santo Oficio oficialmente perseguía la herejía, esto es, la desviación de la ortodoxia católica. Así, los judíos y (más raramente) musulmanes condenados no lo eran por su condición de miembros de otras confesiones, sino por la desviación respecto a la fe católica que oficialmente practicaban.

El mantenimiento de la diferencia entre cristiano nuevo y cristiano viejo daba al traste con el objetivo de uniformidad religiosa, pues los cristianos nuevos, al estar sometidos a constante vigilancia y marginación, no acababan de integrarse en la sociedad cristiana y eran más vulnerables al mantenimiento o incluso al retorno a la fe de sus antepasados.

Judeoconversos, marranos y chuetas

El primero de los conflictos fue el de los judeoconversos, cuyo número empezó a ser significativo a partir de las conversiones forzadas por la revuelta antijudía de 1391 y cuya integración social en la comunidad cristiana no era aceptada por la mayor parte de ésta. Tales recelos consistían fundamentalmente en que el éxito social de algunos era visto por muchos cristianos viejos como incompatible con el mantenimiento del orden social estamental, que justificaba el estatus de cada individuo como una consecuencia determinada por la voluntad divina, que ponía a cada uno en el lugar que ocupaba por derecho de nacimiento (o de sangre). El recelo al ascenso social era particularmente visible en el caso de los banqueros, sobre todo los cercanos a la hacienda real, y en el de un selecto grupo de altos clérigos, como la familia de Pablo de Santa María.

La revuelta de Pedro Sarmiento (Toledo 1449) extendió los estatutos de limpieza de sangre como requisito para entrar en muchas instituciones castellanas. Los Reyes Católicos intentaron con la expulsión de los judíos (1492) salvar de la contaminación criptojudía a los conversos y estimular la conversiones, la más sonada la del rabino mayor de Castilla, Abraham Senior, que se bautizó apadrinado por los propios reyes, junto con toda su familia (cambiando su apellido por el de Coronel); mientras que su íntimo amigo Isaac Abravanel, como la mayor parte de los judíos, optaron por salir al exilio y formar las comunidades de judíos sefarditas dispersas por Europa y el Mediterráneo. En cuanto a la discriminación, al ser sus causas de naturaleza social, no acabó por ello, sino que subsistió con oscilaciones durante toda la Edad Moderna (siendo sufrida por algunos de los más importantes intelectuales del Siglo de Oro, como Hernando de Talavera, Juan Luis Vives, Fernando de Rojas, Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León o Luis de Góngora -cuya condición conversa fue ampliamente ridiculizada por Quevedo-); así como la represión inquisitorial (los últimos procesos importantes tuvieron lugar a mediados del siglo XVIII: el del destacado novator Diego Mateo Zapata -1745- en España o el del dramaturgo António José da Silva -1739- en Portugal). La necesidad de ocultar el origen judío, o de compensarlo con celo del converso (como el del mismo inquisidor Tomás de Torquemada), así como la obsesión por demostrar la condición de cristiano viejo y la omnipresencia del miedo a la arbitrariedad de la Inquisición, caracterizaron la vida social de la España del Antiguo Régimen. La extensión de la presencia de antepasados judíos alcanzaba a todas las clases sociales, incluida la aristocracia y la mismísima familia real, originando una peculiar literatura de denuncia (Libros verdes, entre los que el más divulgado fue el Tizón de la nobleza -1560-).

El concepto de marrano se aplicaba al judeoconverso que judaizaba, aunque se generalizó de forma genérica como despectivo para todos ellos. Su uso quedó fijado por la historiografía, sin matices despectivos, para la particular forma que adquireron las prácticas criptojudías en la Península Ibérica (corona de Castilla y reino de Portugal, siendo un término también usado, aunque con menor frecuencia, en la Corona de Aragón), y a los que, emigrando fuera de ella (especialmente al Norte de Europa y al Imperio Otomano) generaciones después de la expulsión de 1492, se encuentran con las comunidades de judíos sefarditas establecidas allí, sufriendo un nuevo choque cultural y una no fácil convivencia (se les aplicaba generalmente el concepto de anusim o converso a la fuerza). Un destacado caso fue el de Diego Teixeira Sampayo en Hamburgo. Entre los denominados judíos nuevos del Ámsterdam del siglo XVII (contemporáneos de Spinoza) estuvieron Orobio de Castro, Samuel Rosa, Juan de Prado y Miguel de Barrios.

A pesar de la prohibición de que los cristianos nuevos viajaran al Nuevo Mundo, hubo comunidades marranas en la América virreinal, destacadamente la que Luis de Carvajal y de la Cueva formó en Monterrey (Nuevo Reino de León).

La comunidad chueta se conformó en Mallorca como resultado de las prácticas endogámicas y la identificación por el resto de la sociedad mallorquina de esa comunidad como «judía», a pesar de profesar en su mayor parte la fe católica desde la conversión, aunque en su seno se desarrollaban también prácticas criptojudías y sincréticas.

Moriscos

El segundo ejemplo de ello fueron los moriscos, cuya situación social era radicalmente distinta: no estaban dispersos por todas las ciudades como los conversos, sino concentrados en comunidades rurales y sometidos a un duro régimen señorial, para el que su situación socialmente inferior era una garantía de sumisión, que al final no se cumplió. También los había nobles, como Fernando Núñez Muley, los Bellvis o los Marín;, o incluso descendientes de la familia real nazarí, como los Granada Venegas; o intelectuales prestigiosos, como Alonso del Castillo.

Aunque la implantación del cristianismo entre los moriscos distaba de ser eficaz, muchos de los que se sublevaron en la llamada Guerra de las Alpujarras a mediados de 1568-1571 (Abén Humeya, de nombre cristiano Fernando de Valor y Córdoba) habían sido sinceramente cristianos, o al menos no lo negaban tras el bautismo obligatorio a que fueron sometidos sus abuelos (1501), pero retornaron a la fe coránica (o al tipo de religiosidad popular pseudoislámica que había sobrevivido) ante las vejaciones a que eran sometidos por las autoridades, que incluyó su dispersión por el interior de la península, ante el temor de que actuaran de apoyo a los turcos que amenazaban la costa. Hubo casos de moriscos españoles que, llegados de un modo u otro al territorio islámico norteafricano (algunos incluso como cautivos), se convirtieron allí en personajes importantes, como Yuder Pachá; aunque lo habitual es que permanecieran discriminados y relegados a un estatus social inferior.

Cuando se decretó la expulsión de los moriscos en 1610, muchos de los desterrados eran cristianos que al llegar a sus lugares de exilio no tuvieron más remedio que convertirse al islam para poder integrarse.

Una de las manifestaciones de religiosidad ecléctica más notorias, dentro de los diferentes intentos de legitimar rasgos de la identidad cultural morisca más allá del islam, fue el caso de Torre Turpina y los Plomos del Sacromonte (1588-1599).

Persistencia en la historia

La condición de cristiano nuevo era un estigma social del que muchos intentaban librarse falsificando sus genealogías o entrando en la jerarquía eclesiástica e incluso en la Inquisición. El estigma se ha mantenido localizadamente hasta bien entrado el siglo XX: todavía a finales del siglo XIX, a un seminarista chueta, se le prohibió ordenarse sacerdote alegando que era cristiano nuevo. Hasta mediados del siglo XX, los chuetas tenían dificultades por las mismas razones para entrar en instituciones como colegios religiosos. Al igual que ocurrió con los moriscos, muchos chuetas se han interesado recientemente por la fe judía que se les ha atribuido durante siglos y que les era totalmente ajena. Treinta familias chuetas llegaron incluso a emigrar a Israel en 1959.

Véase también

Enlaces externos

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